2002 ha sido declarado Año Internacional de las Montañas. Qué mejor momento para comprometernos con seriedad a mejorar la protección de estos ecosistemas, rechazar proyectos de desarrollo destructivos para ellos y demostrar una solidaridad auténtica con las comunidades desfavorecidas que los habitan. 

 

 

No en vano concilian las miradas y prenden sueños, vientos, nubes y vuelos de rapaces. De sus entrañas y por sus flancos fluye la vida. Poseen criaturas portentosas y paisajes cambiantes que invitan a reflexionar. Los hombres las han contemplado tanto que, se diría, hasta las más salvajes son un poco humanas, y sin embargo hasta las más humanas tienen facetas recónditas, secretas. Son lugares clave. Para muchos, entornos casi mágicos, repletos de poder y de misterio. Domesticadas o salvajes, suaves o agrestes, accesibles o inexpugnables, las montañas constituyen la base física de la existencia para una décima parte de la humanidad y proporcionan recursos vitales a la mitad de los pobladores del planeta.

 

    Para el montañés, el conservacionista o el alpinista representan realidades muy distintas, pero incluso tal diversidad de conceptos es deseable y tiene sentido, porque la suma de todas las lecturas refleja exactamente, exhaustivamente, la síntesis del alma humana, con toda su vasta carga de anhelos, desvelos, riquezas y carencias. Allá por 1998 y por iniciativa de la República de Kirguistán, la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió que el 2002 sería el Año Internacional de las Montañas.Para muchos, con o sin razón desencantados, el nombramiento suena demasiado a otro formulismo más, otra convención de esas que acaban desfilando hacia el olvido dejando, en el mejor de los casos, un efímero rastro de notas de prensa, declaraciones de intenciones y, como ya dijo alguien, “montañas de papeles impresos”....Sin embargo el desencanto nunca fue un buen punto de partida, porque lleva insensiblemente a resignarse con las cosas mediocres.

 

 ¿De qué estamos hablando con eso de “defender las montañas”? ¿De quién debemos defenderlas? Fundamentalmente, de aquellos que desean hacer de ellas un negocio. El fin último del Año Internacional de las Montañas tiene que ver con la defensa de las montañas, y el resultado final será –como en las historias de amor- el que todos queramos que sea.Cierto es que en los documentos de conceptos de las Naciones Unidas se habla, y mucho, de desarrollo sostenible, entendido como equidad, oportunidades y reconocimiento para los pobladores de las montañas.Lo malo es que la idea de desarrollo sostenible empieza a convertirse en una pamplina, especialmente porque el término –realmente poco afortunado- se ha empleado tanto y tan mal que ahora mismo lo utiliza cualquiera para defender proyectos muy poco sostenibles en nombre de pretendidas necesidades de expansión económica, véase teleférico del valle de Bujaruelo propuesto por el alcalde de Torla; estaciones de esquí en Punta Suelza y en Ruego, defendidas respectivamente por los alcaldes de Chistau y de Bielsa; fusión de Candanchú, Astún y Formigal, a costa de “cepillarse” Izas y Canal Roya, propuesta del alcalde de Canfranc y compañía; ampliación de Baqueira sacrificando Arreu; y ya no hablemos de la especulación y las “mejoras” que se vienen encima a cuento de la candidatura olímpica para Jaca, y en general toda la alarmante lista de docenas y docenas de propuestas de parques eólicos, embalses, carreteras, líneas eléctricas... en montañas de todo el territorio nacional. ¿De qué estamos hablando con eso de “defender las montañas”? ¿De quién debemos defenderlas? Fundamentalmente, de aquellos que desean hacer de ellas un negocio. O matizando un poco más: de aquellos que buscan lucro rápido, oportunista y muy minoritario, a costa de degradar las montañas de modo irreversible, perjudicando en el proceso a la mayor parte de la sociedad al destruir un patrimonio que es de todos, y a cuyo inmenso valor intrínseco debe unirse el valor de lo escaso. Tal vez está llegando el momento de reclamar cosas serias para las montañas y sus pobladores. Algunas de las áreas montañosas del territorio nacional cuentan ya con figuras de protección, pero desgraciadamente son muchas más las que están a merced de vientos cambiantes, cuando no directamente amenazadas.

 

    Quizás es hora ya de que muchos digamos que las montañas están muy bien como están, y que probablemente ya hay suficientes urbanizaciones, túneles, teleféricos y estaciones de esquí.. Que, además, expresamos nuestro respeto al legado cultural de los montañeses, y nuestra gratitud por su contribución a los paisajes que hoy valoramos. También, que comprendemos perfectamente las muy razonables demandas de mayor bienestar para esas comunidades cuya existencia siempre ha sido mucha más precaria y dura que las de sus vecinos del llano. Que, sin embargo, nos preguntamos hasta qué punto un mayor bienestar para las comunidades montañesas equivale estrictamente a “desarrollo”, teniendo en cuenta que lo que se entiende por desarrollo acaba traduciéndose en degradación de las montañas y desigualdad social. Que estamos dispuestos, y de muy buen grado, a asumir parte del coste de la conservación, demandando y apoyando modelos “blandos” de sostenimiento económico para los pobladores de las áreas de montaña (producción agro-rural diversificada y de calidad, turismo responsable, apoyo logístico para actividades culturales, educativas y deportivas...). Y, consecuentemente, que estamos dispuestos a compensar las eventuales “pérdidas por el no desarrollo” a través de nuestras elecciones de consumo y nuestros impuestos.

 

    Dicho en pocas palabras, tal vez el Año Internacional de las Montañas sea un buen momento para solicitar a los gobiernos y administraciones una mejora “horizontal” del marco legal de protección de las montañas, y simultáneamente exigir una auténtica solidaridad con las comunidades históricamente desfavorecidas que las habitan. Esta solidaridad debe plasmarse en un mayor bienestar y en una realidad económica mejorada, y ha de construirse no a base de aprobar proyectos de destrucción para las montañas, sino utilizando mecanismos adecuados para canalizar más dinero público hacia las gentes de las montañas: formación, incentivación de buenas prácticas, ecotasas, subvenciones y exenciones fiscales, como contrapartida por los beneficios que todos obtenemos del buen estado de conservación de las montañas. Sé muy bien que todo esto no suena demasiado romántico, y que la economía y la política, como la física y la química, nunca inspiraron bellas historias de amor. Pero los cambios requieren participación y esfuerzo. Y si todos los que debemos mucho a las montañas ponemos energía en mejorar las cosas, el Año Internacional de las Montañas podría ser, ¿quién sabe?, el principio de un hermoso romance. Obras son amores.

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